Historia del Viento
Autor:
Ligia María Peñaranda de Santanfé
Adaptado
por Rafael Darío Santafé Peñaranda
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¡Que viento tan fuerte, mamá! ¡Mira
cómo castiga las flores del jardín y los árboles del huerto! ¡Oye como brama en
la fuente! ¿Por qué será madre?
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¡Duerme, mi niño, duerme! Duerme, que
entre tanto yo voy hilvanando la historia y tejiendo tu sueño…
-
¡Cuéntame la historia, mamacita!
-
Pues
verás: Allá por el alto del monte, a donde fuiste aquella tarde con tus primos
a recoger las flores y moras silvestres, hubo un castillo. Hace mucho tiempo lo
hicieron los enanos para una princesa que encontraron dormida en un claro del
bosque. ¿Recuerdas el brillo del pozo cuando el sol se va durmiendo? Igual
brillaban los pasillos y salas del castillo, y el cuarto de la princesa rubia
estaba hecho de diamantes y de blancas capas de armiño, tan blancas como esos
jardines llenos de lunas de los cuentos de Pierrot.
Enamorados los enanos de la princesa
de las trenzas rubias, la escondieron allí y cerraron las cámaras a toda
indiscreta mirada del contorno. Apenas si dejaron un oculto agujero en el más
alto de la torre, por donde se colaba, juguetón y peregrino, el viento.
Por las mañanas, cuando el sol se
acurrucaba encima del monte, ese viento tempranero venía corriendo por los
valles y llanuras, despertando a las
flores y llevándose en sus alas los más ricos perfumes del valle para la rubia
princesa. Se colaba por el hueco de la torre y, después de aromar todas las
estancias de maravilla, se iba a jugar con el cabello revuelto de la princesa y
con los festones y encajes de su falda de seda, brillante de oro y de piedras
preciosas. Por las noches, se asomaba hasta la orilla de la fuente y regresaba
otra vez al castillo a dormir con la niña, todo lleno de luna.
-
¡Duerme, mi niño, duerme! Duerme, que
entre tanto yo voy hilvanando la historia y tejiendo tu sueño…
Un día apareció por el valle un
hermoso adolescente. Venía en busca de la princesa. Después de vencer
dificultades, logró trepar al castillo cabalgando en un rayo de luz. Eran
rubios sus cabellos y azules sus ojos y gracioso y arrogante su porte. Entró al
castillo y, de puerta en puerta, fue avizorando, hasta dar con la cámara regia. Allí estaba la
princesa, pensativa sobre el delgado ventanal, en tanto que el viento retozaba
con sus guedejas de oro.
La princesa, al ver al príncipe se
alzó de un salto y corrió a su encuentro, trémula de gozo, dejando atrás al
viento… Pero, celoso éste, huyó por el agujero de la torre y se partió en busca
de los vientos de las otras comarcas. Y ya metida la noche, antes que
despertara la cabezota blanca de la luna, llegó con mucho ímpetu, estruendoso y
salvaje, hinchando los torrentes y desbaratando los árboles y las frondas del
valle.
Rebotó tremendo contra los muros del
castillo y echó por tierra a la alta torre, dando muerte a la princesa y al
joven de los ojos azules. Desde entonces, por el desvío de la princesa, el
viento viene como ahora, huracanado y terrible y brama en la fuente y castiga a
las flores del jardín y a los árboles
del huerto, porque ellos también, entre perfumes que le dieron cuando el sol se
acurrucuba encima del monte, escondieron un dije que mató su cariño en el pecho
de la rubia princesa….
¡Duerme, mi niño, duerme!
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